Un título que tomo prestado dándole la razón a
su dueño, es posible escribir todo un libro acerca de los abrazos.
Así como existen
incontables maneras de dar y catalogar un beso, de igual manera sucede con los
abrazos.
Los hay de todas formas,
funciones e intensidad: cortos y fugaces, como dados al pasar y sin pensarlos
demasiado, otros con un halo de cortesía incluida, del tipo que brindamos
cuando saludamos a algún conocido que por ej. acaba de recibirse; ni hablar de los
abrazos al estilo Casablanca: en la estación de trenes, despidiéndonos quizá
para siempre de la persona que amamos, aferrados al otro como si en ello nos
fuera la vida...
Podría enumerar miles de
situaciones, lugares y tipos de abrazos: de bienvenida y adioses; alegría y
buenas noticias; de triunfo; de fe... hasta los hay de compromiso.
Pero ninguno como los
suyos...
Rotundos.
Definitivos.
Tan característicos y
distintivos que incluso parecen tener aroma y sabor propio. Saben a silencios
cómplices y palabras jamás pronunciadas... huelen a promesas nunca dichas.
Te dejan con la
sensación de que es posible escaparse del mundo en una fracción de segundo y en
medio de una avenida llena de gente; tienen la facultad de atravesar las
fronteras de la piel, desnudándonos de barreras y obstáculos, permitiendo que
al menos, por un momento, sientas el calor de un alma abrazando la tuya.
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